sábado, octubre 31, 2009

Día 821, sábado

Las paredes de la cocina de la casa donde vivo es blanca. La radio que mi padre alguna vez compró y que mi madre mantiene encendida es negra, compacta y además de eso no tiene ninguna seña en particular. Simplemente es un aparato negro con un dial y una especie de rejilla por donde sale la música. A veces me gusta sentarme en una de las sillas del comedor nada más para escuchar música y observar el aparato. Otra veces mi madre se sienta a bordar en la pequeña sala y eleva el volumen de la radio al máximo. A ella le gustan aquellas canciones de la nueva ola. Todas las canciones son desgarradoras en general y escucho a mi madre tararearlas aún encerrado en mi habitación. Una noche la escuché reir. Así que fui y le pregunté de qué se estaba riendo. Tenía los ojos rojos y la cara hinchada. No quise preguntarle más nada. De hecho, sentí temor ante la más pequeña posibilidad de enterarme qué era lo que estaba pasado. Me sentí como un soldado abandonado en una guerra de la que no sabe nada. Me sentí como Frankenstein. El moderno Prometeo. Me senté junto a ella con el brazo extendido sobre su hombro, hasta que las lágrimas brotando por su boca se convirtieron en alaridos llenos de moco y baba. Esa noche no hice nada tampoco. Era sábado.